¿Quién puso la sabiduría en el corazón? ¿O quién dio al espíritu inteligencia? (Job 38:36)
Jaime y Rodrigo, dos estudiantes, estaban conversando. Jaime, afirmaba que: «El universo se formó por casualidad, como resultado de una serie de eventos que los científicos explican cada vez mejor. Hay que ser demasiado inocente para creer aún en el relato del Génesis».
Rodrigo, con una sonrisa en su rostro, le respondió a su amigo: «Con respecto a la casualidad, ayer leí un artículo muy original. Se cuenta que para construir la torre Eiffel en París, Gustave Eiffel, utilizó la casualidad. Reunió a todos sus obreros y les pidió que cada uno trajese un trozo de material, cualquier cosa. Luego, cada uno tenía que colocar su trozo en el orden que Eiffel escogió usando la suerte. Por casualidad, todos los obreros trajeron su material y todo encajó perfectamente. ¡El resultado fue la torre Eiffel! ¡Y todo se hizo sin hacer ningún cálculo!»
Rodrigo prosiguió diciendo: «A ti que te gusta el arte y la poesía, ¿sabías que Victor Hugo compuso “Damian dès L’aube” sacando letras al azar de un gran saco; y que Leonardo Da Vinci pintó la Gioconda con los ojos cerrados para dejar lugar al azar? ¡Quién lo diría, pero el azar es ingeniero, artista y poeta al mismo tiempo!» ¡Te estás burlando de mí! —Respondió Jaime enfadado.
Explicaciones como las de Rodrigo suenan ridículamente absurdas, e incluso son una falta de respeto hacia personas de la historia como Eiffel, Victor Hugo y Da Vinci, etc. Es absurdo creer que, por ejemplo, el cuerpo humano, con toda la complejidad que tiene, sea fruto del azar. Que la inteligencia y todas las facultades que poseemos sean meramente producto de la casualidad y el azar.
Desconocer que existe un diseño inteligente en toda la naturaleza –incluyendo al ser humano–, es una falta de cordura de nuestra parte y más que eso, sencillamente es un acto de necedad. Bien dicen las escrituras: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios» (Romanos 1:20–22).
Dejemos la soberbia y la necedad y reconozcamos que hay un Dios en los cielos, el cual es el creador de todas las cosas.
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