Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu. (Salmo 34:18)
El dolor es una realidad de la vida que todos enfrentamos en algún momento. Sin embargo, para el cristiano, el sufrimiento no es algo que enfrentamos solos ni en vano. Dios, en su amor y misericordia, utiliza el dolor para hablarnos y acercarnos más a Él. En medio de nuestras pruebas, su voz se vuelve más clara y su presencia más palpable. A través de la Palabra, podemos encontrar consuelo y guía, recordando que Dios siempre tiene un propósito, incluso en los momentos más oscuros.
El dolor no es en vano. A través del sufrimiento, Dios trabaja en nuestras vidas para transformarnos, moldear nuestro carácter y acercarnos a la esperanza que tenemos en Cristo. En su Palabra encontramos lo dicho por el apóstol Pablo: «Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza» (Romanos 5:3–4). Por tanto, las pruebas no son castigos, sino oportunidades para que Dios nos haga más semejantes a Cristo. A medida que soportamos el sufrimiento con fe, desarrollamos paciencia y una esperanza inquebrantable en la promesa de la redención final.
Si bien Dios permite el sufrimiento en nuestras vidas, pero también nos ofrece consuelo en medio de él, pues dice su Palabra: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación» (2 Corintios 1:3–4). Dios nos consuela para que también nosotros podamos ser una fuente de consuelo para otros. El dolor que enfrentamos no solo nos acerca a Dios, sino que también nos permite ser un reflejo de su amor y misericordia hacia los demás.
El dolor nunca es fácil, pero no estamos solos en nuestras pruebas. Dios nos habla en medio del sufrimiento, nos consuela, nos fortalece y nos transforma. Él está cerca, nos da esperanza y nos recuerda que nuestra aflicción temporal no se compara con la gloria que está por venir. Mantengamos nuestros ojos en Cristo, quien ha vencido al mundo y nos promete paz en medio de las tormentas de la vida (2 Corintios 4:17–18).
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