Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. (Salmos 139:1)
¿Cómo le decían a Zaqueo en Jericó, su ciudad natal? La mayoría de la gente lo reconocía como el principal publicano. Los romanos pueden haberlo identificado simplemente con un número, pues era una de las incontables piezas en la enorme maquinaria que hacía que llegaran ingresos a Roma a montones. Para los zelotes (grupo extremista radical) con toda seguridad era visto como un traidor, porque se había vendido al enemigo. Mientras que otros en la comunidad pueden haberle puesto sobrenombres denigrantes a sus espaldas.
Sin embargo, cuando el Señor Jesús pasó por aquella ciudad, llamó a Zaqueo por su nombre, hablándole directamente a los ojos cuando miró hacia el frondoso árbol donde este se había encaramado. Él le dijo: «Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa» (Lucas 19:5). Aunque ni Zaqueo ni el Señor, jamás se habían conocido, Jesús lo llamó por su nombre, pues ya le conocía.
Generalmente, cuando alguien pronuncia nuestro nombre, significa que nos conoce. Así que cuando Zaqueo oyó al Señor Jesús pronunciar su nombre, ese tuvo un impacto dramático en él, ya que no solo bajó a prisa del sicomoro donde estaba trepado, sino que lo recibió gozoso en su casa. Y luego de conversar con Él en su residencia, lo llevó a una transformación tan extraordinaria que prometió dar la mitad de todos sus bienes a los pobres y devolver cuadruplicado lo que había tomado de los demás por engaño (Lucas 19:8).
Dios nos conoce íntimamente. Y está profundamente interesado en nuestras vidas. Su Palabra nos habla de que Dios nos escogió desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4). Ni siquiera habíamos sido creados y Dios ya nos conocía con detalle. ¡Cuán reconfortante es tener de nuestro lado a un Dios que nos conoce —y nos ama— con tanta profundidad y antelación! Esta es una maravilla que no debe dejarnos impávidos, sino que debe movernos a amarle y adorarle más y más cada día.
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