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Cuestionado



Fuente: La Buena Semilla

(Jesús dijo:) De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. (Mateo 18:3)

Desde el principio el hombre recibió del Creador todo lo necesario para ser feliz en la tierra. Ahora bien, muy a menudo no lo es, ¡es lo menos que podemos decir! Culpa fácilmente a su entorno, a los problemas cotidianos, a la sociedad o a Dios mismo. Pero, ¿acaso no tiene su propia responsabilidad en sus desdichas? Su propia visión, ¿no es distorsionada? ¡Podría preguntárselo!

Reflexionemos: el hombre se cree libre, pero es esclavo de sus pasiones. Prepararse para la eternidad, cosa absolutamente prioritaria, le parece inútil. Busca su bien en el placer, en lugar de buscar su placer en el bien. Considera a Dios como su enemigo, en vez de aceptar la maravillosa gracia que él le ofrece. Y todo esto es la consecuencia de un mal interior del cual el ser humano no puede salir por sí mismo, mal que lo ciega, distorsiona su juicio, destruye su voluntad y lo arrastra a su perdición: ese mal es el pecado.

Para que una persona sea feliz es necesario que pase por un cambio interior. Ese cambio se llama la conversión. Es el acto por medio del cual uno acepta, sin condiciones ni falsas excusas, su fracaso moral, entregándose a Dios para ser salvo; acto por medio del cual uno se declara incapaz de cambiar su naturaleza y confía en Jesús para recibir una vida nueva; es el acto por el cual la criatura extraviada, sin esperanza en sí misma, se vuelve a su Creador, el culpable a su Salvador, el hijo perdido a la casa paterna.

La conversión rompe el orgullo del hombre, y le abre un camino de felicidad con Dios.


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