Inmediatamente, el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad. (Marcos 9:24)
Es común atravesar momentos en los que nuestra fe parece tambalear. Tal vez enfrentamos situaciones difíciles, pérdidas, o nos sentimos impotentes frente a decisiones importantes. A veces, Dios parece guardar silencio, y entonces, surgen las dudas: ¿Realmente estoy siguiendo el camino correcto? ¿Acaso Dios escucha mis oraciones? ¿Es su voluntad buena, aunque no entienda su propósito?
La duda no es señal de debilidad en la fe; es parte de nuestra humanidad. Incluso los discípulos, quienes caminaron junto a Jesús, experimentaron momentos de incertidumbre. En el Evangelio de Marcos, vemos al padre de un niño poseído luchar con su propia incredulidad. Él se acerca a Jesús buscando un milagro, pero reconoce con humildad sus dudas: «Creo; ayuda mi incredulidad». En esta frase, vemos un corazón dispuesto a confiar, aun en medio de las sombras de la duda.
Dios conoce nuestras dudas y no se sorprende ni se ofende por ellas. Más bien, nos invita a acudir a Él. Las Escrituras están llenas de promesas que nos aseguran su presencia constante y su amor fiel. Cuando nos sentimos desorientados, podemos aferrarnos a su Palabra como un ancla en medio de la tormenta. En Jeremías 29:11, Dios declara que Él tiene planes de bienestar y no de mal, planes para darnos esperanza y un futuro.
Busquemos pasajes de la Biblia que nos recuerden su fidelidad en tiempos difíciles. Leamos historias de aquellos que han pasado por luchas similares y cómo Dios les brindó paz y victoria. La fe no siempre significa ausencia de dudas, sino perseverar y confiar en Dios, aun cuando no vemos el cuadro completo.
Cuando sintamos dudas, llevémoslas a Dios en oración, sin miedo ni vergüenza. Él ya conoce lo profundo de nuestro corazón y desea que nos acerquemos con sinceridad. Al igual que el padre en Marcos 9:24, digamos a Dios: «Señor, creo; ayuda mi incredulidad». Confiemos en que Él puede fortalecer nuestra fe.
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