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Cuando Dios nos interpela



Mirad que no desechéis al que habla. (Hebreos 12:25)


El humorista Mark Twain hablaba de la Biblia con uno de sus amigos, quien le dijo: «Lo que me preocupa de la Biblia es todo lo que no entiendo». Twain contestó: «A mí me sucede lo contrario, lo que me preocupa de la Biblia es precisamente todo lo que entiendo».

A menudo lo que en realidad nos interpela en la Biblia es precisamente lo que entendemos muy bien, pero que con frecuencia es contrario a nuestra voluntad. Los contemporáneos de Moisés comprendían el valor de los diez mandamientos, pero no querían vivir según estas instrucciones divinas.

En cambio, incluso un hombre religioso como Nicodemo no entendía cómo hallar una relación con Dios a través del nuevo nacimiento. Ya que leemos en el evangelio de Juan que el Señor Jesús le dijo: «El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo» (Juan 3:5–7).


El hombre en su estado natural, es decir, en la carne, no puede entender esto, porque, por dos razones. La primera razón la encontramos en 1 Corintios 1:18, «Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios». La segunda razón la encontramos en Romanos 8:7, donde dice: «Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden».

Por eso el Señor Jesús dio a Nicodemo la clave para entrar en el reino de Dios, al decirle: Es necesario nacer de nuevo. Si creemos la Palabra de Dios, que dice que Él envió a su Hijo a morir en la cruz para darnos salvación gratuita, entonces, recibimos la nueva vida por el poder del Espíritu Santo. No hay otro medio para entrar en la presencia de Dios (Juan 14:6; Hechos 4:12).

Y usted, ¿quiere creerlo y vivirlo? ¿O seguirá ignorando el llamado de Dios? Elija lo primero y no lo segundo, pues esta opción conlleva una eternidad de padecimientos, de los cuales Dios quiere librarle por medio de su Hijo Jesucristo.

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