Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras. (1 Pedro 2:11–12)
Cuando una persona es extranjera en otro país tienes dos opciones, la primera es adaptarse completamente e imitar las costumbres y maneras de las personas de ese país; mientras que la segunda es continuar viviendo como si aún se estuviera en su país de origen, conservando sus costumbres, su forma de expresarse, etc.
Quizás, una de las cosas que más nos cuesta comprender a los cristianos, es que una vez que hemos nacido de nuevo en Cristo, hemos perdido nuestra ciudadanía en la tierra, ya que hemos ganado una en los cielos. Bien lo dice su Palabra:
Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal. Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo. (Filipenses 3:18–20)
Vemos cómo Dios nos dice que debemos vivir como extranjeros en lo que a al mundo se refiere, es decir, sus deseos, sus anhelos, etc. Es más, tenemos mandamiento de no imitarlos, o mejor dicho, de no tomar su forma (Romanos 12:2). Esto implica vivir negándonos al pecado que mora en nosotros y evitando el imitar las costumbres del mundo, pues ya no somos del mundo (Juan 17:14–17).
Nunca olvidemos lo que Dios nos advierte con respecto a la amistad con el mundo: «¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Santiago 4:4).
Entonces, mis amados hermanos, que nuestro caminar en este mundo sea como si ya estuviésemos morando en el cielo con Dios, dejando todo lo terrenal atrás y viviendo conforme a los designios que Dios nos dejó en su Palabra, esto es, como extranjeros.
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