Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres. (Filipenses 2:5–7)
Miguel observaba fascinado una larga fila de hormigas que atravesaban la vía. Repentinamente, escuchó el ruido de un automóvil, y exclamó: —¡Atención hormigas, un automóvil! ¡Córranse rápido! Pero las hormigas, sordas a la advertencia, prosiguieron su camino. Un anciano que observó la agitación de Miguel, le dijo seriamente: «Hijo mío, si quieres que las hormigas te comprendan, ¡tienes que volverte una hormiga!» Miguel se quedó pensativo, sabía que eso era imposible. Por cierto, la distancia que separa a un niño de una hormiga es infranqueable. Sin embargo, no es nada comparada con la distancia que separa al hombre, una criatura, de Dios su Creador.
No obstante, Dios se acercó a nosotros para poder comunicarse con sus criaturas. Traspasando esa distancia infinita, vino a nosotros en la persona de su Hijo Jesucristo. Siendo Dios, el Señor Jesús se humilló haciéndose hombre. Nació humildemente en un pesebre; creció y vivió en medio de nosotros. Se puso a nuestro alcance y nos habló —y mostró— el amor y la gracia de Dios en un lenguaje muy comprensible.
Hoy, el Señor Jesús, nos advierte del juicio que merecen nuestros pecados. Sin embargo, nos da la solución a nuestros problemas, pues Él mismo tomó ese juicio sobre sí muriendo en la cruz. Él pagó toda la deuda, por eso es que ofrece la salvación y la vida eterna, gratuitamente, a todos los que creen en Él. Aquellos que creen, Él los lleva a Dios como hijos amados y les reserva un lugar en el cielo junto a Él.
No sea como las hormigas que no oyeron la advertencia del peligro, escuche la voz de Dios que le llama a volverse de sus pecados y obtener el perdón y la salvación de su alma que hoy le ofrece.
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