Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. (Isaías 6:3)
Muchos cristianos hoy en día piensan mucho y hablan únicamente del amor y la bondad de Dios, pero jamás piensan en su santidad. ¡Y todavía hay menos que se estremezcan por temor a ella! Tristemente lo ven como una especie de abuelito consentidor o un papá Noel que está para darles todo cuanto desean. Pero se olvidan de lo que nos dice:
Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. (1 Pedro 1:14–16)
¿Por qué es esto? La razón es la siguiente: Cuando vislumbramos la grandeza y gloria de nuestro Señor, vemos nuestra maldad más claramente. ¡Y eso nos humilla! Vemos una ilustración de esta verdad en el evangelio de Lucas. Después de ser testigo de un milagro, Pedro cayó delante de Jesús y clamó: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lucas 5:8).
Si fuéramos a ver a Dios en todo su esplendor y santidad, responderíamos como lo hizo Isaías y admitiéramos nuestra maldad: «Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5). Esa es una respuesta saludable. Aunque Dios no nos busca para destruirnos con su santidad, sino que su propósito es quitar nuestro pecado (Isaías 1:18). Él anhela que experimentemos su perdón y disfrutemos de una estrecha comunión con Él. Dios nos revela su santidad para mostrarnos y dejar expuesto todo nuestro pecado y maldad, para que así este pueda ser eliminado por Él. No debemos ser como aquellos hombres que se mencionan en Juan 3 que no quieren ir a la luz:
Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios. (Juan 3:20–21)
Así que, pidámosle a Dios que nos muestre nuestro pecado, que nos ilumine con su luz santa para que así podamos reconocer nuestra propia maldad y ser santificados por Él, para así obedecer su mandamiento de ser santos como lo es Él.
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