Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. (Juan 4:23)
En las Escrituras encontramos muchos ejemplos de adoración a Dios, y Él nos los dejó con el fin de que nosotros también aprendamos a adorarle como a Él le agrada.
Por ejemplo, Abraham no dudó de las promesas de Dios, y cuando tenía cien años de edad, Sara le dio un hijo. Años después, Dios volvió a probar su fe pidiéndole ese hijo sobre el que descansaban todas las promesas con respecto a su descendencia. Abraham obedeció y, dejando a sus siervos, antes de subir al monte del sacrificio, les dijo: «Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros» (Génesis 22:5). En esta situación de renuncia completa, de confianza ilimitada en su Dios, Abraham y su hijo adoraron al Dios de los cielos.
Por otro lado Jacob, llegaba al final de su vida y ¡cuántos pasos en falso habían marcado su camino, pero también cuántas bondades de parte de Dios! En presencia del faraón hizo un balance muy negativo y confesó: «Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años; pocos y malos han sido los días de los años de mi vida, y no han llegado a los días de los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación» (Génesis 47:9). Sin embargo, años antes le había dicho a Dios: «Menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo» (Génesis 32:10). Luego, al final de sus días, después de haber pedido la bendición de Dios sobre sus nietos, adoró a Dios «apoyado sobre el extremo de su bordón» (Hebreos 11:21). Es un hermoso fin, como una noche serena después de un día de tormenta.
Y en un día como hoy que es domingo, ¿qué hay más elevado que recordar el sacrificio del Señor Jesús, quien se ofreció por amor de nosotros en la cruz del Calvario? Todos los que hemos sido redimidos por la sangre del Cordero, debemos adorar contemplando el amor del Padre quien envió a su Hijo a este mundo para tomar el lugar que a nosotros nos correspondía, cumpliendo así la obra redentora en la cruz. Y «el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23).
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