Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro. (Hebreos 4:14–16)
Cuando meditamos en este pasaje, somos llevados a un lugar de profunda adoración y gratitud hacia nuestro Señor. Jesús, el Hijo de Dios, no es simplemente un mediador entre Dios y el hombre; Él es nuestro gran Sumo Sacerdote, el único capaz de traspasar los cielos y entrar en la misma presencia de Dios. Entonces, ¿cómo no adorarle por tan grande obra? Jesucristo, quien dejó la gloria celestial, se humilló y fue tentado como nosotros, para poder comprender nuestras debilidades y ofrecerse como sacrificio perfecto y sin mancha.
La adoración brota de un corazón que reconoce la grandeza y la misericordia de Dios. Adoramos a Cristo por su perfección, por su obra redentora, y porque Él entiende cada uno de nuestros sufrimientos y tentaciones, aunque Él nunca pecó. Adoramos a un Dios que no es distante ni indiferente a nuestras luchas, sino uno que se acercó a nosotros en la persona de su Hijo para redimirnos. ¡Qué privilegio es poder acercarnos a su trono de gracia, no con temor, sino con confianza, sabiendo que allí hallamos misericordia!
Además de adoración, este pasaje nos llena de gratitud, porque no hay mayor muestra de amor y misericordia que la obra de Cristo, quien nos da acceso a la presencia de Dios. ¿Qué podemos dar en respuesta? Gratitud genuina. Gracias porque Él nos recibe, no con base en nuestras obras o méritos, sino por su gracia infinita. Nos da lo que no merecemos: su perdón, su misericordia, y el poder de vivir en santidad. Gracias porque en cada momento de necesidad podemos hallar oportuno socorro. Él está siempre dispuesto a escucharnos y ayudarnos.
Comments